jueves, 9 de julio de 2009

Escritor invitado: Francisco J. Barrera Cortés (2ª parte)

January Jones (Continuación)

Ese tatami mataría a Ildi de la envidia. No había en el mundo cosa que le quitara más el sueño que comprarse una cama de estas japonesas rígidas que te dejaban la espalda como la de un militar. Rarezas de la gente. ¿Cómo le llaman a este tipo de gente que se desvive por tener cosas que jamás tendrá y que piensa que teniéndolas son mejores personas? ¿Un quiero-pero-no-puedo? Incluso un vez soñó que lo heredaba.

Yo intentaba pasar el tiempo en casa de esta gente enviando mensajes a mis amigos por el móvil a ver si alguno me venía a rescatar o si se inventaban algo que me hiciera salir por patas de allí. Ildi se me acercaba (cuando dejaba de babear por el tatami) y me daba un codazo para que prestara más atención a las enseñanzas de la pareja de amigos. Desafortunadamente no se me vienen a la cabeza los nombres de estos dos pero eran y se comportaban como un único individuo; pensaban igual, se vestían parecido, tenían los mismos gustos, se compraban los mismos libros, viajaban a los mismos sitios, tenían los mismo amigos y pasaban el tiempo siempre juntos. Eran un aburrimiento de pareja. Ninguno de los dos difería del otro en nada. ¿Qué habría pasado si no se hubiesen conocido? Seguramente hubieran terminado con alguien igual a ellos, pero no por buscar gente afín, sino que porque eran promiscuos a morir y sólo de ese modo se aseguraban al conocer al otro al dedillo. Cosas de las parejitas formadas en los setentas: “si tu me pateas el culo, yo te pateo el culo”

Llegaba la tarde. Bebíamos té con dulces marroquíes y escuchábamos algún disco petulante de jazz. Venga codazo de nuevo de Ildi para no quedarme sopa aguantando eso. Siempre terminaba por dormirme acurrucado en el sofá y no fueron pocas las veces que sorprendí a estos dos buitres mirándome como si fuera la próxima rata que se iban a zampar.

Las charlas siempre eran las mismas: Que si una amiga de ellos (a la que querían mucho y con todo el corazón) había viajado a Túnez y había vivido allí unos meses intentando buscar su propio destino; que si otro amigo (que sabía hacer acupuntura gracias a un maestro chino llamado Taka) había emigrado a Japón y ahora vivía deprimido, que si otra amiga profesora de no se qué había adoptado una niña vietnamita siendo soltera (a la cual también amaban con locura aunque a sus espaldas hablaban pestes de ella) o aquel otro pobre desgraciado (que había tenido la mala suerte de conocerles) que era incapaz de mantener relación afectiva alguna de ningún tipo con ningún hombre y del cual se reían en su cara invitándole a sus fiestecitas donde era necesario, por protocolo, venir con pareja formal (protocolo de mierda que ellos mismos se habían inventado producto de una vida sin sentido)

De solo escucharles hablar podía imaginar lo que dirían de mí: que si era extranjero, que si era un panchito, que si vivía de mi novio, que si era un patipelado, que si venía de un país exótico pero hambriento, que si olía a machete insurrecto, que si era un simpatizante de algún descerebrado dictador, que si mi padre era un revolucionario bananero que atentó contra él tirano de turno e, incluso, que yo me tiraba a todo aquel que veía por dinero para sobrevivir. Yo creo que lo que más les dolía era que no me hubiese tirase a ningún amigo de Ildi que ellos conocieran para poder cotillear y alegrarse la existencia.

Cosas así, cosas allá. Siempre me trataban como si yo viniera bajándome de un cocotero.

Cierta vez me llegó el rumor de que uno de ellos intentó presentarme a Ginés (aquel del cual siempre se burlaban por no tener a nadie) y así hacer una “cenita” para comentarlo.

La verdad que a mí esas dos aves de rapiña repeinadas hacia atrás, como los señoritos sevillanos, me la traían floja.

¿Cómo te pueden importar las personas que viven pensando qué piensan los demás de ellos?

Un día las cosas se salieron de su sitio. La pareja se presentó en casa sin previo aviso e Ildi casi enloqueció. Eso era como un golpe muy bajo porque le pillaban en casa, con todo patas arriba y yo (su novio) en chándal paseándome descalzo con un cuento a medio escribir. Era como retarle en su campo de juego diciéndole: “Estamos compitiendo por saber qué parejita es más natural, más firme, fina y políticamente correcta que la otra y te hemos hecho la putada de presentarnos un martes por la noche sin avisarte y así olisquear qué tal va tu relación con el niñato este de los huevos”

Ildi estaba en pantaloncillos cortos, con sus babuchas marroquíes y su camisita a rayas siempre preparadísimo para recibir visitas inesperadas. Sólo le faltaba abrir la puerta con un martini en la mano. Yo, por el contrario, como dije andaba en chándal, descalzo y sin camiseta, con los pelos reboleados y con un cigarrillo de los de liar en los labios repitiendo mentalmente el último párrafo de mi cuento sin convencerme de que fuera bueno.

Se quedaron con la boca abierta de verme semi en pelotas. Seguro pensaron que Ildi era un hijo de la gran puta, soso y aburrido (como chupetear un clavo), pero que se estaba tirando a un chavalito joven, medio salvaje y con inquietudes. Eso les envenenaba. ¿Cómo es la frase aquella de Valmont? ¡Ah! “Buscar en la cama lo que el espejo no refleja” Eso les pasaba a los rapiñas, les comía la envidia como el ácido se come todo por medio.

Yo les miré entrar a casa. Les saludé con un apretón de manos que casi les arranqué la muñeca (cosa que les jodía mucho porque eran de besuqueo tramposo) y les puse una cerveza en lata de las mías (cosa que también les molestaba porque no se les podía sacar de la copa de vino rosado y del fino)

Continuará...

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